Doce meses han pasado desde que escribí por primera vez sobre mis sensaciones acerca de lo que es la carrera popular que discurre entre Behobia y San Sebastián. Hoy, apenas unas horas después de la 53º edición estoy escribiendo sobre la segunda vez que la he disputado, e igual que hace un año, he utilizado el adverbio de tiempo NUNCA para titular este artículo. No es casualidad ni tampoco una reiteración consecuencia de una torpeza mía. No, no lo es. Nunca quiere decir en ningún tiempo. Nunca es sinónimo de jamás. Nunca hace referencia a cuando sientes algo por primera vez. Es por ello el título. Es por ello que al querer hablaros de nuevo acerca de esta maravillosa carrera os voy a reconocer algo que nunca antes había vivido: NUNCA SUFRÍ TANTO HACIENDO DEPORTE.
Nunca disfruté tanto sufriendo. Así titulé el artículo que hablaba sobre mis sensaciones después de finalizar mi primera Behobia – San Sebastián. Sufriendo sí, pero disfrutando en la medida en la que el sufrimiento me permitía hacerlo. Me motivaba mirar el reloj y ver que mejoraba los objetivos propuestos. El esfuerzo estaba siendo recompensado. Las tardes en soledad subiendo al Monte Igueldo (Donosti) entrenando series de cuestas, las idas de olla rodando 25, 26 y un día hasta 27, 6 kilómetros en los entrenamientos o la fuerza de voluntad de salir a rodar aún cuando apetecía más quedarse en casa con los compañeros tomando una cerveza fueron la base sobre la que se sustentaba todo.
Jamás olvidaré aquella mañana de otoño conquense en la que cerraba la puerta de casa con el propósito de completar la «Ruta Turística del Río Huécar». Me vi bien y acabé llegando a «Molinos de Papel», para después ir hasta San Antón, previa subida al Barrio del Castillo y posterior bajada por la carretera de San Isidro, cambiendo el sentido en el Puente de Valdecabras. Muchos más kilómetros de los previstos, pero me sentía fuerte, motivado y capaz de ir a más cada día que me ataba las zapatillas. Por todo ello, aquel momento, aquella satisfacción de ver que en tu primera Behobia todo iba bien, hizo que el esfuerzo mereciera la pena. Llegar a la meta fue bestial.
Ejercicio de sinceridad con uno mismo
Desde hace ya mucho tiempo intento ponerme las menos excusas posibles en la vida. No me vale autoconvencerme de nada si sé que no es así. No me sirve pensar que un día no tengo comida porque no tuve tiempo para cocinar. No acepto que algo salga mal si en cierto momento no hice todo lo posible para que saliera mejor. Intento en la medida de lo posible no justificar si el Atleti juega mal y no gana. Básicamente no acepto nada por el mero hecho de pensar que debería de ser lo que el resultado ha dicho que no es. Pasa la vida y cada vez me gusta más ser así. No quiero excusas. Estoy súper convencido de que yendo de frente, esforzándote, luchando con ilusión y con la verdad por delante, tanto de cara a los demás como siendo honesto con mí mismo, la felicidad y la satisfacción están más cerca que nunca. Me encanta razonar el porqué suceden las cosas y todavía me gusta más analizarlas para ver qué puedo hacer la próxima vez para que salgan mejor. Es por ello que engañarme no entra en mi cabeza y yo sabía que este domingo tenía un reto tremendamente difícil, ya que como dice dice el título del próximo apartado, tener salud no tiene precio.
La salud no tiene precio
Las semanas previas a viajar a Donosti no fueron fáciles. Los intentos de salir a trotar y no sentir dolor eran inexistentes. Mi hermana Paula, que me cuida mejor que a un hijo, buscó a uno de los mejores traumas de rodilla que hay en este país para que me viera. Las ganas de verme feliz y haciendo deporte derivaron en un favor impagable hacia ella. El pronóstico fue claro. Apenas entré en la consulta el médico me dio el veredicto: el cartílago no estaba bien. No necesitó nada más que verme andar para decirme lo mismo que me había dicho uno de mis mejores amigos y también trauma, como es Sergio Hortelano. Reposo, más reposo a pesar de llevar ya tres meses parado y después una serie de ejercicios específicos para fortalecer el cuádriceps. Receta fácil pero con el efecto secundario de la paciencia, algo complicado en alguien tan inquieto como soy yo.
Les hice caso. No me moví hasta que decidí jugar el torneo de fútbol siete de la Semana Santa de Cuenca, el primer fin de semana de julio. Lo hice y sentí dolor, pero era algo más incómodo que otra cosa. Desde entonces hasta la siguiente vez que hice deporte transcurrió poco más de un mes. Era ya principios de agosto y estaba de vacaciones familiares en la playa de San Lorenzo de Gijón. La ilusión de salir a trotar junto a mi hermana se desvaneció en cuanto comencé. Fue entonces cuando decidí parar hasta que el dolor remitiese por completo. Quedaban prácticamente tres meses para la gran cita y llegar al Boulevard era mi único objetivo deportivo de lo que restaba de 2017. Un jueves de septiembre disputé un partido de fútbol 7 con la gente que suelo jugar los días de diario que estoy en Cuenca. Ni una carrera, ni un partido de pádel, ni más fútbol. Nada más hasta el 14 de octubre, cuando al acabar el Atleti Vs Barça en el Metropolitano decidí irme a casa en vez de quedarme en Madrid. Debía de volver al día siguiente pero yo quería probarme el domingo en un terrano familiar. Viaje relámpago con el único motivo de tener buenas sensaciones. Se cumplió a medias, ya que en el km 7 sentí molestias y paré. La impotencia fue horrorosa.
Mil y una vueltas le había dado a mi cabeza sobre cómo quitarme de una vez por todas el dichoso dolor. Quedaban apenas 240 horas y llevaba dos semanas sin hacer nada por miedo a la realidad de no poder disputar mi competición favorita. Decidí entonces contarle a mi primo Pablo que veía casi imposible correr, pero le pedí que no le dijera nada a su hermano Ricardo por si se desanimaba de cara al viaje. La decisión estaba tomada: reláx y a darlo todo desde las 10:50 de la mañana del segundo domingo de noviembre.
Llegar al Boulevard, más sueño que realidad
Así llegó el pasado viernes. Eran las 15:40 de la tarde, cuando una vez cerrado el portátil del trabajo llegaron Richi y Jordán a recogerme a casa. Seis horas de viaje por delante y mucha ilusión por disfrutar del fin de semana en San Sebastián, mi ciudad favorita en el mundo.
La noche easonense trajo consigo la nostalgia volviendo a ver las olas rompiendo en Paseo Nuevo. Aparcamos allí y nos metimos a tomar unas cervezas por «lo Viejo». Para no romper la costumbre nada más llegar nos encontramos con conocidos de Cuenca, quienes estaban atónitos por no haber conseguido un hotel para el sábado. Su perplejidad se transformó en sorpresa al comentarles que estábamos allí para hacer una carrera que tenía 31000 corredores inscritos. Fliparon.
La antesala fue magnífica. Reencuentro con amigos donostiarras, paseo por la Concha, fotos en Miramar, subida al Monte Urgul, poteo por el centro y como colofón un chuletón de Vaca Vieja en el restaurante «la Cepa». Este momento cambió mi vida. El escepticismo que tenía hacia la ternera ha desaparecido para siempre cuando la calidad de la carne sea de tal calibre. Bastó ver cómo partían esta para animarme a probarla de una vez por todas. Fue una de las decisiones más acertadas del 2017.
Así, conversando con corredores e intercambiando «Kelers» pasaron las horas previas. Siete horas de sueño y camino a la Behobia francesa para tomar un café e ir a la línea de salida. La hora estaba próxima y después de ver a otro grupo de conquenses, nos pusimo hablar y hacernos una foto que hicieron que nos despistáramos y llegásemos a sprint al pistoletazo que daba comienzo a nuestro grupo de carrera. Hiru, bi, bat… ¡PUM! Alcanzamos la salida justo en el pistoletazo que daba el comienzo. Llevábamos pactado correr a un ritmo agradable para disfrutar chocándole la mano a los niños, visualizar el Monte Jaizkibel a nuestra derecha y sitir cada «Oso Ondo», cada «Aúpa» y cada «Gora» como un impulso a la felicidad. Jordán («Yordan» para la afición) advertía de que no estábamos llevando a cabo el planning acordado y el ritmo era más alto de lo pactado. Nos sentíamos bien y como Richi dijo «la carrera y la animación de la gente te empuja a ir más deprisa». Así fue hasta terminar Capuchinos, la subida con la que te despides de Errentería.
No se resistieron los toboganes de Irún, cuando al salir del pueblo una voz gritó mi nombre para saludarme y decirme que íbamos muy bien. Era Ane, una amiga hondarribitarra que conocí en Trento, mi ciudad de Erasmus. Tampoco nos pesó Gainxurizketa, ni la subida de Capuchinos. Fue en la pequeña bajada del Barrio de Buenavista, a la entrada de Donosti, cuando me noté algo que no me gustó. Traté de de olvidarlo porque ya llevaba pensado cómo reaccionar en caso de que esto sucediera. Da igual, somos humanos y mi cuerpo no daba para seguir el ritmo que llevábamos. Quedaban «sólo» 4 kms. Desde ahí hasta el final fue agónico. Sentía impotencia de ver como mis dos compañeros de carrera me esperaban en vez de terminar al notable ritmo llevado hasta entonces. Me sentía mal de entorpecerles así un final tan bonito. Hacía doce meses sufrí mucho en ese tramo pero de un modo diferente. Lo hice porque iba a tope buscando el mejor tiempo posible. Esta vez no era así. Esta vez estaba bastante al límite. Lo noté en la gente puesto que recibí muchos «Aúpa Víctor» mientras mis compañeros no eran tan nombrados. Mi cara pedía ánimos a gritos. Estos, unidos al compañerismo de Richi y Jordán, más el hecho de ver a mi familia orgullosa cuando llegase a la línea de meta fueron la única razón de que pudiera acabar.
Terminé diecinueve minutos más tarde que 365 días atrás. No me importaba lo más mínimo. Visualicé a mis padres y a mis tíos delante del hotel María Cristina, a cincuenta metros de la meta y fui el más feliz del mundo. No pedía nada más, pero aunque no lo parezca pedía mucho, porque semanas atrás soñaba con ello.
Acabé y fui directo a la Cruz Roja pero no tenían réflex ni radio salil para calmar la molestia. Acto seguido viendo que me tamblaban las piernas y que estaba algo mareado me agarré a una ventana. Veía a Richi buscándome pero no tenía fuerza para acercarme. Poco después llegó la calma, los estiramientos en la Plaza Guipúzcoa, los abrazos, la alegría de haberme sobrepuesto al momento que más he sufrido nunca haciendo deporte y la merecida comida de homenaje. No podía hacer otra cosa distinta que estar súper agradecido. Era un afortunado.
¡GRACIAS! ESKERRIK ASKO BIHOTZEZ
¡NUESTRO PISO YA ESTÁ RESERVADO PARA EL 2018!
@Vicvalo
4 respuestas a «BehobiaSS 2017: «Nunca sufrí tanto haciendo deporte»»
Qué bueno leerte Víctor. Es un orgullo que escribas sobre mi tierra con tanto cariño. La Behobia te ha robado el corazón como a tantos.
A ver ai la salud te respeta y el año que viene puedes correrla en tus plenas facultades. Y a ver si nos vemos estos días.
Un abrazo
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Así es Iulen, ya lo sabes, «behobiano» de por vida mientras la salud me lo permita.
El fin de semana del 14 de enero voy a San Sebastián, así que a ver si quedamos y tomamos algo junto a Borja y Montes, quien se ha vuelto y vive de nuevo en Donosti.
Un abrazo y muchas gracias. Me alegro que te haya gustado.
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Hecho. Ya hablé con Montes, sí. Otro enamorado de esta tierra.
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